La palabra destino lo ponía mal, lo hacía sentir inútil, él prefería hablar de lógica de la vida. Se pasaba horas pensando situaciones y buscando reglas generales.
Lo cierto es que ese día estaban todos en la mesa: su avejentado padre, sus hermanas rodeadas de hijos bochincheros y contestadores, la eterna presencia ausente de su madre y él.
No había nada raro, la lógica funcionaba a la perfección. Ya nadie preguntaba por su vida ...y para cuando ...y qué paso con esa chica tan callada. Su soledad había sido aceptada como cualquier novia.
Él era solo y eso era razonable, porque estaba predispuesto a perder, incluso antes de encontrar lo que buscaba. De alguna forma el mundo necesitaba que él siempre perdiera para seguir funcionando.
Después de los ruidos de platos y el café, los besos de despedida y las últimas risas, él volvió a su casa a pasos de vereda con la certeza de que aquello se repetiría, porque a los condenados a cien años de soledad no le sirven las segundas oportunidades.